Consideraciones sobre Frostpunk y Frostpunk 2: los peligros de la abstracción
Frostpunk (2018) es uno de los colony builders más populares de los últimos años. 11 bit studios se dio a conocer con This War of Mine, pero la popularidad de Frostpunk alcanzó niveles extraordinarios. En 2024 se publicó la secuela, esperadísima, y digamos que supuso una decepción para muchos jugadores —basta comparar las opiniones de ambas entregas en Steam— y probablemente no ha vendido ni la mitad. La crítica, eso sí, pareció respetarla. En este artículo voy a intentar comprender algunas de las causas de esa decepción, analizando las dos entregas y centrándome, como siempre en este blog, en aspectos que considero relevantes para el diseño de juegos o el estudio formal de los mismos.
Frostpunk: cuando lo extraordinario surge de lo convencional
La primera entrega es en esencia un juego de gestión con temática de construcción de ciudades o asentamientos, es decir, un city builder o, más específicamente, un colony builder. En estos juegos solemos dirigir de forma indirecta un conjunto de fichas —los colonos, ciudadanos…—, que normalmente a través de edificios recolectan recursos, los transforman, distribuyen, etc. A cambio suelen tener unas necesidades que debemos satisfacer. Su no satisfacción suele implicar el fin de la partida. La plantilla está consolidada desde hace casi tres décadas. El tema que propuso Frostpunk para destacar resultaba original y atractivo: una Historia alternativa en que a finales del siglo XIX se produce un enfriamiento global. Eso lleva al colapso de la civilización y a la resistencia en núcleos de población aislados que giran en torno a un generador. Nuestra función es crear y organizar una de esas colonias y sobrevivir a los estragos de un clima extremo.
En lo que no pretendió competir Frostpunk es en complejidad. Su sistema económico es relativamente sencillo, al menos para lo habitual en este tipo de juegos: hay unos pocos recursos básicos —carbón, madera, comida, metal— 1 y cuatro tipos de fichas: trabajadores, ingenieros, niños y autómatas. Los dos primeros se diferencian en los trabajos que pueden realizar: los ingenieros pueden realizar cualquiera, los trabajadores no pueden llevar a cabo los trabajos de los ingenieros. Curiosamente no se desarrolló más este tipo de estratificación social ni aquí ni en la secuela. Los niños son una carga, salvo que decidamos usarlos para trabajar u obtener algún tipo de beneficio indirecto de ellos. Las tres fichas que representan seres humanos tienen tres necesidades: el calor, los alimentos y el descanso. Los alimentos funcionan como en casi cualquier otro colony-builder, pero la distribución del calor es el núcleo de la dinámica de gestión. El calor se produce en un punto central, el generador, que se expande de manera radial. Los colonos que se exponen durante mucho tiempo a la falta de calor enferman y se mueren. Los ciudadanos e ingenieros tienen diferentes estados: sano, enfermo, enfermo grave, lisiado y muerto. Los autómatas no tienen esas necesidades humanas: solo necesitan recargarse en el generador, pero trabajan incansablemente, no pasan frío y nunca se quejan.
Gracias a esa densidad dramática consigue que decisiones que en cualquier otro juego de gestión se limitan a un análisis sobre qué es más eficiente las descartemos aquí o las llevemos a cabo con un malestar interno. En muchos casos sigue recurriendo a procedimientos convencionales de riesgo-recompensa que el jugador debe calcular, por ejemplo: trabajar horas extra produce un beneficio inmediato a cambio de descontento y posibilidades de enfermar del trabajador. Pero en otros muchos casos nos deja con el único contrapunto de nuestra conciencia moral: implementar el trabajo infantil, restringir libertades individuales, etc. A través de la distancia de la fantasía plantea problemáticas contemporáneas de una forma que solo puede hacerse a través de un sistema de juego3. Es verdad que en más de una ocasión me parece que el juego no es del todo honesto, poniendo al jugador ante situaciones casi imposibles para obligarlo a tomar decisiones éticas cuestionables. Tampoco se puede decir que Frostpunk sea especialmente sutil en los dilemas morales que plantea. Pero lo que no se le puede negar es la efectividad al hacerlo.
La intención del equipo de desarrollo, en sus propias palabras, fue crear con Frostpunk un juego centrado en la narrativa que tratara sobre “política” y “ser un líder”:
En el género tradicional de los colony builder encontraron el molde, el template, ideal para hacerlo. Tomaron, pues las mecánicas de este tipo de juegos, que instan al jugador a planificar recursos y gestionar con eficacia, y les dieron una estructura, una atmósfera y contexto narrativo tal que sirve de base para hacernos sentir como un líder que, ante situaciones extraordinarias, ha de tomar decisiones que rara vez tienen una solución óptima y que casi siempre te obligan a comprometer alguno de tus valores. Para conseguirlo no necesitaron ni un sistema complejo ni profundo, que hubiera alejado a muchos jugadores y que no hubiera enriquecido la experiencia central. Si una obra artística se valora por su capacidad de materializar las intenciones de su autor, Frostpunk fue sin duda algo muy parecido a un triunfo.
Frostpunk 2: del drama personal a la frialdad estadística
Si la primera entrega, como hemos visto hasta aquí, era un colony-builder con mecánicas y sistemas familiares, Frostpunk 2 parece haberse inspirado —muy levemente en esta ocasión— en la dinámica de gestión de ciudades de juegos 4X como Civilization VI o Endless Legend. Como los jugadores solemos asociar una serie con un género, este cambio supone la primera ruptura de expectativas. En todo caso parece claro que el estudio polaco entiende la saga Frostpunk más bien como una experiencia narrativa que toma un núcleo de gestión para plantear problemáticas morales y reflexiones éticas, sociológicas y políticas.
El espacio de juego está ahora formado por hexámetros y en ellos vamos construyendo distritos especializados para suplir las necesidades de los ciudadanos. Incluso las mecánicas de construcción, que es lo más básico de un city-builder, producen un cierto extrañamiento y no me terminan de resultar satisfactorias. Primero tenemos que quitar la capa de hielo de las casillas para poder construir. La mecánica puede que esté contextualizada por el mundo de juego, pero me cuesta entender qué aporta exactamente: no es divertida, no es estimulante, y añade una capa de espera extra a la decisión de qué distrito construir y dónde hacerlo. Los distritos se construyen seleccionando una por una las casillas donde se desarrollará: cada distrito tiene un número mínimo de casillas y su forma es variable con el requisito de que todas sus casillas deben ser contiguas. Hay también bonus y sanciones de adyacencia. Los distritos aceptan solo un edificio —dos si los ampliamos—, que aporta diferentes valores y sanciones. Tanto la tipología de los edificios como la interfaz para seleccionarlos me resultan confusas. Hay finalmente ‘centros’, que funcionan básicamente o como almacenes de recursos o como modificadores.Los distritos requieren ‘mano de obra’ para construirse y para producir recursos. La mano de obra sustituye a los ciudadanos individuales a los que asignábamos tareas en el primer juego. Es una abstracción justificable por el cambio de escala y una de las pocas, junto al alimento y el carbón-petróleo, que me parecen más o menos intuitivas. El resto de abstracciones no funcionan tan bien, pues la mayoría de conceptos que han elegido para modelar el sistema económico-social suponen, a mi juicio, abstracciones excesivas y con una relación cuestionable respecto al aspecto de la realidad que pretenden representar. En vez de madera y metal ahora disponemos de ‘materiales’. Casi todos los distritos y edificios gastan estos materiales y, además, en los distritos industriales pueden transformarse en ‘prefabricados’ y ‘productos’. Los ‘bonos de calor’ funcionan como la moneda de la sociedad, pero es un valor que esencialmente se recolecta de la población y se gasta en la construcción de edificios y sobornar a las facciones y grupos sociales. Obviamente todas estas abstracciones son valores del juego que se acaban asumiendo, pero están alejados de lo concreto y resultan por ellos menos intuitivos. La falta de bienes aumenta el ‘crimen’; la escasez de materiales produce ‘desgaste’. También la ‘enfermedad’ ha dejado de ser algo concreto, un estado de un ciudadano, para pasar a ser una valor general que afecta a la mano de obra disponible y crece y se reduce en porcentajes según criterios muy diversos.
Todo lo que el primer juego tenía de concreto, familiar e intuitivo resulta aquí abstracto y más difícil de entender. No será desde este espacio que se condene una aproximación original y no genérica a la creación, pero los géneros no son más que fórmulas consolidadas porque funcionan y están testadas y perfeccionadas a lo largo del tiempo. Parte del extrañamiento que produce Frostpunk 2 puede atribuirse a que esta vez no recurre a fórmulas consolidadas, pero creo que el motivo principal es que en este sistema original y nuevo que han creado las mecánicas son menos satisfactorias que en el anterior, y los valores, menos intuitivos y difíciles de pensar. ¿Pero se ha ganado algo con el cambio de escala? El motto narrativo pasa de “debemos sobrevivir como sea” a “debemos mantenernos unidos”. Frostpunk 2 presenta un sistema político en el que no solo confía para elevar la jugabilidad, sino para sostener la historia. Nuestra ciudad está formada por ‘comunidades’. Entre los miembros de las comunidades surgen distintas ‘facciones’. Unos y otros tienen diferentes opiniones sobre la dirección de la ciudad —espíritu4—. La selección de edificios, tecnologías y leyes obliga a encontrar un equilibrio entre las diferentes formas de entender la sociedad de los diferentes grupos. Si la sociedad se radicaliza, la ‘tensión’ aumenta. Si llega a niveles extremos se produce una guerra civil. El conjunto de opiniones que los grupos tienen sobre el jugador determina la ‘confianza’. Si esta es negativa mucho tiempo, perdemos la partida.
El problema, me parece, es que este sistema de interacción política no consigue elevar la jugabilidad. La premisa es prometedora, pero la ejecución no está a la altura. Buena parte de las acciones para ganarnos el apoyo de los grupos se limitan a algún tipo de soborno: regalarles bonos de calor, prometerles investigar algo o votar alguna ley. Para ganar votaciones a nuestro favor las negociaciones se limitan también a prometerles algo. Parece que la forma óptima de jugar es mantener un cierto equilibrio entre todas las partes de la sociedad, pero al menos a mí me ha parecido muy difícil optar por estilos más radicales —y más divertidos— favoreciendo claramente una dirección sobre la otra. Las variables que influyen sobre la ‘confianza’ y la ‘tensión’ están expresadas con cierta vaguedad y no por valores numéricos, lo cual contrasta con la vocación aritmética del resto de sistemas. El resultado es un sistema que parece al mismo tiempo complicado en exceso y escaso en opciones y variedad.Muchos aficionados de la primera entrega encontraron decepcionante que Frostpunk 2 no fuera básicamente Frostpunk 1.5. Pero el atrevimiento y la ambición de 11 bit studios a la hora de realizar la secuela de un éxito apabullante me parece que es lo último que merece ser criticado. Eso no quita que si el original fue un triunfo, la continuación pueda ser considerada un cierto tipo de fracaso. Quizá, como sucede en muchos proyectos artísticos, el problema original resida en la idea inicial: pensar que los fundamentos de Frostpunk, lo que lo hicieron destacar, la narrativa y la tensión con la que llenó las mecánicas y sistemas de los juegos de gestión y construcción, podía escalar desde la simulación de un pequeño asentamiento a la de una ciudad. Pero si esa idea era viable ya no lo sabremos, pues son los problemas de ejecución los que merman la experiencia de jugar a Frostpunk 2: sistemas que dan la sensación de ser más complicados de lo que deberían, mecánicas tediosas, un sistema de información confuso, un interfaz incómodo… Ni siquiera los dos puntos fuertes de Frostpunk consiguen elevar la experiencia en esta ocasión. La historia de enfrentamientos civiles puede que sea más sutil, pero toca mucho menos la fibra. El drama de la superviencia, en fin, ha quedado también mitigado: lo que antes era una muerte concreta ahora es un número: “127 personas han muerto de frío en Nueva Londres”. Quizá una frase que se atribuye a Stalin resuma la distancia entre el Frostpunk original y su segunda parte: “Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, una estadística”.
[1] Las transformaciones, además, son escasas y las cadenas de producción poco profundas (léase '>' como "se transforma en"):
- Madera > edificios (básicos) y carreteras. Tecnologías. Autómatas. Carbón.
- Metal > edificios (avanzados) y carreteras. Tecnologías. Autómatas.
- Carbón > calor.
- Comida (sin procesar) > Comida (procesada)
[2] Se ofrecen, por ejemplo, varios “remedios” al problema de la desesperanza: acabar convertidos en una sociedad ultrareligiosa con la esperanza al menos de que el mundo del más allá traerá un respiro a este valle de lágrimas, o desarrollar un estoicismo ultrarracionalista y pseudofascista en que la responsabilidad —y coacción— colectiva la sustituyan. Estas elecciones tienen algo de comentario y algo de permitir expresarse al jugador —no deja de ser paradójico que las formas más extremas sean a menudo las más divertidas de jugar—, pero desde el punto de vista jugable básicamente se juegan de la misma manera cambiando solo las contextualizaciones.
[3] Problemáticas como, por ejemplo, la inmigracion. Al principio, cuando necesitemos de mano de obra, seguramente recibiremos a los perdidos por la desolación helada del mundo de Frostpunk con los brazos abiertos. Más tarde, cuando el clima se vuelve todavía más extremo, el juego nos presenta oleadas de inmigrantes que resultan muy difíciles de gestionar sin comprometer la supervivencia de nuestro propio pueblo. Dejar morir a esos desamparados me hizo sentir mal. No deja de ser admirable que un juego de gestión haga sentir este tipo de sensaciones.
[4] El zeitgeist o ‘espíritu’ de la época está determinado por las leyes que adoptamos, las ideas que investigamos, los edificios que construimos y las decisiones que vamos tomando ante determinados eventos. Cada facción y comunidad favorece unas ideologías sobre otras. Estas ideologías son seis:
- Las posiciones ideológicas sobre ‘supervivencia’ son ‘adaptación’ vs ‘progreso’
- Las posiciones sobre ‘economía’: ‘iguladad’ vs ‘mérito’.
- Y sobre ‘sociedad’: ‘razón’ y ‘tradición’.
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